lunes, 10 de diciembre de 2018

Lo extraordinario de lo ordinario

A esa hora de la mañana el supermercado empezaba a tener más gente. Vio que acababa de entrar aquella mujer rubia y no muy alta que siempre la saludaba alegremente. En la cola estaba ese señor de gafas tan educado que la llamaba por su nombre desde que empezó a trabajar ahí. Dentro de nada seguro que aparecería Doña Agustina con la tarta que tanto le gustaba. Aquel trabajo era así: ella en la caja viendo la vida pasar. A través de esa cinta podía descifrar quiénes eran aquellas personas que estaban ahí para llenar su nevera. Algo tan simple y tan importante al mismo tiempo.

Desde pequeña se preguntaba cuántos días de su vida caerían en el olvido y otros, en cambio serían recordados para siempre. De niña su vida transcurría entre sus clases en el colegio, sus juegos en la calle y sus padres y hermano pequeño. Era una rutina que se repetía una y mil veces y llegaba la sensación de que sus jornadas eran fotocopias unas de otras. De vez en cuando ocurría algún hecho transcendental que le quedaría grabado en la memoria y que evocaría de mayor. Aún así, al final la infancia se convierte en una masa de sensaciones, emociones y conocimientos que permanecen en nuestro subconsciente sin darnos cuenta.

Y ahora estaba ahí de cajera muchos años después. 8 horas de pie escaneando alimentos a través de un código de barras, cobrando y entregando largas tiras de tickets infinitos. Cuando de repente apareció él. Le atrajo desde el primer día con aquel brazo escayolado. Enseguida le contó qué le había pasado… Le gustó su voz, su forma de expresarse y su aparente gran personalidad. Veía que no era el tipo de hombre que siempre le había gustado pero es así como se dio cuenta de que eso debía ser amor. Sospechaba que vivía solo y sabía que se llamaba Andrés. A veces se escondía tras la caja disimulando que lo había visto. Pero ese día decidió saludarlo y tratar de hablar con él. Quién sabe si ese día iba a ser de los que iba a recordar para siempre.

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