A
esa hora de la mañana el supermercado empezaba a tener más gente.
Vio que acababa de entrar aquella mujer rubia y no muy alta que
siempre la saludaba alegremente. En la cola estaba ese señor de
gafas tan educado que la llamaba por su nombre desde que empezó a
trabajar ahí. Dentro de nada seguro que aparecería Doña Agustina
con la tarta que tanto le gustaba. Aquel trabajo era así: ella en la
caja viendo la vida pasar. A través de esa cinta podía descifrar
quiénes eran aquellas personas que estaban ahí para llenar su
nevera. Algo tan simple y tan importante al mismo tiempo.
Desde
pequeña se preguntaba cuántos días de su vida caerían en el
olvido y otros, en cambio serían recordados para siempre. De niña
su vida transcurría entre sus clases en el colegio, sus juegos en la
calle y sus padres y hermano pequeño. Era una rutina que se repetía
una y mil veces y llegaba la sensación de que sus jornadas eran
fotocopias unas de otras. De vez en cuando ocurría algún hecho
transcendental que le quedaría grabado en la memoria y que evocaría
de mayor. Aún así, al final la infancia se convierte en una masa de
sensaciones, emociones y conocimientos que permanecen en nuestro
subconsciente sin darnos cuenta.
Y
ahora estaba ahí de cajera muchos años después. 8 horas de pie
escaneando alimentos a través de un código de barras, cobrando y
entregando largas tiras de tickets infinitos. Cuando de repente
apareció él. Le atrajo desde el primer día con aquel brazo
escayolado. Enseguida le contó qué le había pasado… Le gustó su
voz, su forma de expresarse y su aparente gran personalidad. Veía
que no era el tipo de hombre que siempre le había gustado pero es
así como se dio cuenta de que eso debía ser amor. Sospechaba que
vivía solo y sabía que se llamaba Andrés. A veces se escondía
tras la caja disimulando que lo había visto. Pero ese día decidió
saludarlo y tratar de hablar con él. Quién sabe si ese día iba a
ser de los que iba a recordar para siempre.
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